15 de febrero de 2013

EXCLUSIVA: VISTAZO A REQUIEM



REQUIEM
La apasionante conclusión de la
Internacionalmente mejor vendida trilogía
Delirium.
Disponible en Marzo del 2013


Lena
He comenzado a soñar con Portland de nuevo.
Desde que Alex reapareció, resucitado pero también cambiado, torcido, como un mons-truo de esas historias de fantasmas que solíamos contarnos de niños, el pasado ha estado en-contrando su camino para entrar. Burbujea en las grietas cuando no estoy prestando atención, y tira de mí con dedos ávidos.
De esto es lo que me advirtieron todos estos años: el peso denso en mi pecho, los frag-mentos de pesadillas que me siguen incluso cuando estoy despierta.
Te advertí, dice la tía Carol en mi cabeza.
Te dijimos, dice Rachel.
Deberías haberte quedado. Esa es Hana, alcanzándome a través de una extensión de tiempo, a través de capas de turbio grosor de memoria, estirando una mano sin peso hacia mi mientras me hundo.
Cerca de una docena de nosotros llegamos del norte de la ciudad de Nueva York: Raven, Tack, Julian, y yo, y también Dani, Gordo, Pike, además de alrededor de una quincena de otros que en gran parten están contentos con mantenerse callados y seguir instrucciones.
Y Alex. Pero no mi Alex: un extraño que nunca sonríe, no se ríe, y casi ni habla.
Los otros, esos que estaban usando el depósito fuera de White Plains como hogar, se dispersaron al sur o al este. Por ahora, el hogar sin dudas ha sido despojado y abandonado. No es seguro, no después del rescate de Julian. Julian Fineman es un símbolo, uno importante. Los zombis lo perseguirán. Querrán encadenar al símbolo, y hacer que signifique sangre, así los otros aprenderán la lección.
Tenemos que ser extra cuidadosos.
Hunter, Bram, Lu, y algunos otros miembros del viejo hogar de Rochester están espe-rando por nosotros al sur de Poughkeepsie. Nos toma casi tres días cubrir la distancia; esta-mos obligados a circunnavegar media docena de ciudades Válidas.
Entonces, abruptamente, llegamos: los árboles simplemente se acaban en el borde de una enorme extensión de hormigón, cruzada por fisuras espesas, y todavía muy débilmente marcada con líneas blancas fantasmales de plazas de aparcamiento. Autos, oxidados, mondos de diversas partes de caucho de los neumáticos, trozos de metal todavía posados en el apar-camiento. Se ven pequeñas y ridículas débilmente, como si fueran juguetes antiguos dejados fuera por un niño.
El aparcamiento fluye como agua gris en todas direcciones, corriendo finalmente contra una vasta estructura de acero y cristal: un viejo centro comercial. Una señal en bucle de escri-tura cursiva, rayado blanco con mierda de pájaro, lee centro comercial Empire State.
La reunión es jubilosa. Tack, Raven, y yo rompemos en una carrera. Bram y Hunter tam-bién están corriendo, y nos interceptamos a mitad del estacionamiento. Salto sobre Hunter, riendo, y él tira sus brazos alrededor de mí y me levanta de mis pies. Todos gritan y hablan a la vez.
Hunter me baja, finalmente, pero mantengo un brazo cerrado a su alrededor, como si fuera a desaparecer. Me estiro y rodeo con el otro brazo a Bram, que está dándole un apretón de manos a Tack, y de alguna forma terminamos todos amontonados juntos, saltando y chi-llando, nuestro cuerpos entrelazados, en la mitad de un brillante sol.
—Bien, bien, bien. —Nos separamos, volteamos, y vemos a Lu paseándose hacia noso-tros. Sus cejas están alzadas. Ha dejado su pelo crecer, y lo peinó hacia delante, así que se jun-ta sobre sus hombros—. Miren lo que arrastró el gato.
Es la primera vez que me he sentido verdaderamente feliz en días.
Los cortos meses que hemos pasado separados han cambiado a ambos, Hunter y Bram. Bram está, en contra de todas las posibilidades, más pesado. Hunter tiene nuevas arrugas en los bordes de sus ojos, aunque su sonrisa es tan juvenil como siempre.
—¿Cómo está Sarah? —Es todo lo que digo—. ¿Está aquí?
—Sarah se quedó en Maryland —dice Hunter—. El hogar es más fuerte, y no tendrá que migrar. La resistencia está intentando avisarle a su hermana.
—¿Qué hay de Grandpa y los otros? —Estoy sin aliento, y hay una sensación apretada en mi pecho, como si me siguieran apretando.
Bram y Hunter intercambian una pequeña mirada.
—Grandpa no lo logró —dice Hunter cortamente—. Lo enterramos a las afueras de Bal-timore.
Raven mira hacia otro lado, escupe en el pavimento.
Bram añade rápidamente:
—Los otros están bien —se estira y posiciona sus dedos sobre mi cicatriz de procedi-miento, la que él me ayudó a falsificar para iniciarme en la resistencia—. Luces bien —dice y me guiña.
Decidimos acampar por la noche. Hay agua limpia a una corta distancia del centro co-mercial viejo, y unos restos de casas y oficinas de negocios que han cedido algunos suminis-tros útiles: unas cuantas latas de comida todavía enterradas bajo los escombros; herramientas
oxidadas; incluso un rifle, que Hunter encontró acunado en un par de pezuñas de venado da-das vuelta, debajo de un montículo de yeso derrumbado. Y un miembro de nuestro grupo, Henley, una baja y callada mujer con una larga, enroscada y gris cabellera, tiene fiebre. Esto le dará tiempo de descansar.
Para el término del día, una discusión estalla sobre a dónde ir después.
—Podríamos separarnos —dice Raven. Está acuclillada en el agujero que ha limpiado para el fuego, avivando las primeras astillas resplandecientes de fuego con la punta carboni-zada de una rama.
—Entre más grande sea nuestro grupo, estaremos más a salvo —discutía Tack. Se había quitado su chaqueta de lana y sólo estaba usando una camiseta, por lo que los fibrosos múscu-los de sus brazos eran visibles. El día había estado entibiándose lentamente, y los árboles co-brando vida. Podemos sentir la primavera venir, como una animal revolviéndose suavemente en sus sueños, exhalando aire caliente.
Pero ahora está helado, cuando el sol está bajo y la Tierra Salvaje es tragada por grandes sombras moradas, cuando ya no nos movemos.
—Lena —ladra Raven. He estado contemplando el inicio del fuego, viendo las flamas en-roscarse alrededor de la masa de agujas de pino, ramitas, y hojas quebradizas—. Ve a che-quear las tiendas, ¿vale? Oscurecerá pronto.
Raven ha armado la fogata en un barranco poco profundo que debe haber sido un arro-yo alguna vez, donde estará de alguna forma protegida del viento. Ha evitado instalar el cam-pamento muy cerca del centro comercial y sus espacios frecuentados, que se cierran encima de la línea de los árboles, todo metal negro torcido y ojos vacíos, como una nave alienígena que se ha varado.
Por el terraplén a unas doce yardas, Julian está ayudando a armar las carpas. Está dán-dome la espalda. Él, también, está usando sólo una camiseta. Únicamente tres días en la Tierra Salvaje ya lo han cambiado. Su cabello está enmarañado, y una hoja está atrapada justo detrás de su oreja izquierda. Luce más delgado, aunque no ha tenido tiempo de perder peso. Esto es solamente el efecto de estar aquí, con las rescatadas ropas demasiado grandes, rodeado de salvaje desierto, un recordatorio perpetuo de la fragilidad de nuestra supervivencia.
Está asegurando una cuerda a un árbol, tirando de ella para tensarla. Nuestras carpas son viejas y se han roto y parchado repetidas veces. No se sostienen por su cuenta. Deben ser apoyadas y amarradas entre los árboles y engatusadas a la vida, como velas al viento.
Gordo está revoloteando al lado de Julian, mirando aprobatoriamente.
—¿Necesitas ayuda? —Me detengo un par de pies más lejos.
Julian y Gordo se dan vuelta.
—¡Lena! —El rostro de Julian se ilumina, luego inmediatamente se cae de nuevo cuando se da cuenta que no tengo intenciones de acercarme. Yo lo traje aquí, conmigo, a este lugar nuevo y extraño, y ahora no tengo nada para ofrecerle.
—Estamos bien —dice Gordo. Su pelo es rojo brillante, e incluso cuando él no es mayor que Tack, tiene una barba que crece hasta la mitad de su pecho—. Ya estamos finalizando.
Julian se endereza y se seca las palmas en la parte trasera del pantalón. Vacila, luego cruza el terraplén hacia mí, metiendo un mechón de cabello detrás de su oreja.
—Está helado —dice cuando está a unos metros—. Deberías ir cerca de la fogata.
—Estoy bien —digo, pero pongo mis manos en los brazos de mi cazadora. El frío está en mi interior. Sentarse al lado de la fogata no ayudará—. Las tiendas lucen bien.
—Gracias. Creo que le estoy pillando el truco. —Su sonrisa no llega a sus ojos comple-tamente.
Tres días: tres días de tensas conversaciones y silencio. Sé que se pregunta qué ha cam-biado, y si se puede cambiar de vuelta. Sé que lo estoy lastimando. Hay preguntas que se está forzando ano preguntar, cosas que está luchando por no decir.
Me está dando tiempo. Es paciente, gentil.
—Te ves bonita con esta luz —dice.
—Debes estar volviéndote ciego. —Tenía la intención de que sonara como broma, pero mi voz es suena demasiado severa en el aire.
Julian sacude la cabeza, frunciendo el ceño, y aparta la mirada. La hoja, de un amarillo vívido, todavía está enredada en su pelo, detrás de so oreja. En ese momento, estoy desespe-rada por estirarme, removerla, y pasar mis dedos por su pelo y reírme con él sobre ello. Esto es la tierra salvaje, diría yo. ¿Te lo imaginabas? Y él encajaría sus dedos entre los míos y apre-taría. Él diría, ¿Qué haría yo sin to?
Pero no me atrevo a moverme.
—Tienes una hoja en tu pelo.
—¿Una qué? —Julian luce sobresaltado, como si lo hubiera llamado desde un sueño.
—Una hoja. En tu pelo.
Julian se pasa la mano impacientemente a través del pelo.
—Lena, yo…
Pum.
El sonido de un disparo de rifle nos hace saltar a los dos. Los pájaros parten de los árbo-les detrás de Julian, temporalmente oscureciendo el cielo todas a la vez, antes de desaparecer en formas individuales. Alguien dice “maldición.”
Dani y Alex emergen desde los árboles detrás de las carpas. Ambos llevan rifles colgados en sus hombros.
Gordo se endereza.
—¿Ciervo? —Pregunta. La luz está se ha ido casi por completo. El cabello de Alex luce casi negro.
—Demasiado grande para ser un ciervo —dice Dani. Ella es una mujer grande, de hom-bros anchos y una frente plana y amplia y ojos almendrados. Me recuerda a Miyako, que murió antes que fuéramos al sur el invierno pasado. La quemamos en un día frío, justo antes de la primera nevada.
—¿Oso? —Pregunta Gordo.
—Puede haber sido —responde Dani cortamente. Dani es más afilada de lo que era Mi-yako: deja que la Tierra Salvaje la talle, la esculpa en acero.
—¿Le diste? —Pregunto, demasiado ansiosa, aunque ya sé la respuesta. Pero estoy su-gestionando a Alex para que me mire, para que me hable.
—Puede que solo le haya cortado —dice Dani—. Es difícil de decir. Pero no fue suficien-te para detenerlo, de todas formas.
Alex no dice nada, no registra mi presencia, siquiera. Sigue caminando, abriéndose paso por las tiendas de campaña, delante de Julian y yo, lo suficientemente cerca que imagino que puedo olerlo —el viejo aroma a pasto y madera secada al sol, un olor a Portland que hace que me den ganas de gritar, y enterrar mi cara en su pecho, e inhalar.
A continuación se está encaminando por el terraplén mientras la voz de Raven flota ha-cia nosotros:
—La cena esta lista. Coman o pierdan.
—Vamos. —Julian roza mi codo con la yema de los dedos. Gentil, paciente.
Mis pies me vuelven, y me mueven por el terraplén, hacia la fogata, que ahora arde ca-liente y fuerte; hacia el chico que se convierte en sombras parado a su lado, borrado por el humo. Eso es lo que Alex es ahora: una sombra de chico, una ilusión.
Por tres días no me ha hablado o mirado para nada.
Hana
¿Quieres saber mi oscuro y profundo secreto? En la escuela de Domingo, solía hacer trampa en los exámenes.
Nunca me podía concentrar en el Manual de FSS, ni si quiera de niña. La única sección del libro que me interesaba era la de “Legendas e Injusticias,” que está lleno de cuentos popu-lares acerca del mundo antes de la cura. Mi favorita, la historia de Salomón, dice así:
Había una vez, durante los días de la enfermedad, dos mujeres y un infante fueron ante el rey. Cada mujer proclamaba que el infante era suyo. Ambas se rehusaban a darle el niño a la otra mujer y declaraban apasionadamente sus casos, cada una reclamando que moriría de dolor si el bebe no era de vuelto únicamente a su posesión.
El rey, cuyo nombre era Salomón , escuchó a ambos discursos, y finalmente anunció que tenía una solución justa.
—Cortaremos al bebé en dos —dijo él—, y de esa forma cada una de ustedes tendrá una porción.
Las mujeres aceptaron que esto era justo, y entonces el verdugo fue traído adelante, y con su hacha, rebanó al bebé limpiamente en dos.
Y el bebé nunca lloró, ni siquiera hizo un sonido, y las madres miraban, y después, durante mil años, hubo una mancha de sangre en el suelo del palacio que nunca pudo ser limpiada ni diluida por ninguna sustancia en la tierra…
Debo haber tenido sólo ocho o nueve cuando leí ese pasaje por primera vez, pero real-mente me golpeó. Por días no pude quitarme la imagen de ese pobre bebé de la cabeza. Seguía imaginándolo dividido en el piso de baldosas, como una mariposa clavada detrás de un vidrio.
Eso es lo grandioso de la historia. Es real. A lo que me refiero es, incluso si no pasó de verdad —y hay debates sobre la sección de Legendas e Injusticias, y si es históricamente exac-to— muestra el mundo verazmente. Recuerdo sentirme igual que ese bebé: partida por sen-timientos, dividida en dos, atrapada entre lealtad y deseo.
Así es el mundo enfermo.
Así era para mí, antes de ser curada.
En exactamente veintiún días, estaré casada.
Mi madre luce como si fuera a llorar, y casi espero que lo haga. La he visto llorar dos ve-ces en mi vida: una vez cuando se rompió el tobillo y otra el año pasado, cuando salió y encon-tró que los protestantes habían escalado el cerco, y desgarrado césped, y arrancado su hermo-so auto en pedazos.
Al final solo dijo:
—Te ves encantadora, Hana. —Y luego—: Eso un poquito grande en la cintura, sin em-bargo.
La señora Killegan —“llámame Anne,” me sonrió bobamente, la primera vez que vini-mos por una prueba— circula calladamente, fijando y ajustando. Es alta, con descolorido cabe-llo rubio y un aspecto apretado, como si durante años hubiera ingerido varios alfileres y agu-jas de coser.
—¿Segura que quieres ir con mangas casquillo?
—Estoy segura —dijo, justo cuando mi madre dice—: ¿Crees que lucen muy juveniles?
La señora Killegan, Anne, hace gestos expresivos con una larga y huesuda mano.
—Toda la ciudad estará mirando —dice.
—Todo el país —la corrige mi madre.
—Me gustan las mangas —digo, y casi agrego, es mi boda. Pero eso ya no es enteramen-te cierto, no desde los Incidentes en Enero, y la muerte del alcalde Hargrove. Mi boda le perte-nece a la gente ahora. Eso es lo que todo el mundo lleva diciéndome por semanas. Ayer reci-bimos una llamada del Servicio Nacional de Noticias, preguntándonos si podían distribuir la grabación, o enviar so propio equipo de televisión a filmar la boda.
Ahora, más que nunca, el país necesita su símbolo.
Estamos paradas en frente de un espejo de tres caras. El ceño de mi madre está refleja-do desde tres ángulos distintos.
—La señora Killegan tiene razón —dice, tocándome el codo—. Veamos como luce a tres cuartos, ¿de acuerdo?
Sé que es mejor no discutir. Tres reflejos asienten simultáneamente; tres chicas idénti-cas con idénticos cabos de rubio trenzado en tres idénticos vestidos blanco desnatado que llega al piso. Ya casi ni me reconozco. He sido transfigurada por el vestido, por las brillantes luces en el probador. Toda mi vida he sido Hana Tate.
Pero la chica en el espejo no es Hana Tate. Es Hana Hargrove, a punto de ser esposa del que pronto será alcalde, y un símbolo de todo lo que es correcto sobre el mundo curado.
Un camino y una ruta para todos.
—Déjame ver qué tengo en la parte de atrás —dice la señora Killegan—. Te declinare-mos por un estilo diferente, sólo para que tengas una comparación. —Se desliza a través de la usada alfombra gris y desaparece en el depósito. Por la puerta abierta, veo docenas de vesti-dos enfundados en plástico, colgando lánguidamente en bastidores de prendas de vestir.
Mi madre suspira. Ya hemos estado aquí por dos horas, y estoy empezando a sentir co-mo un espantapájaros: rellena y hurgada y cosida. Mi madre se sienta en un descolorido tabu-rete al lado de los espejos, sosteniendo su cartera remilgadamente en su regazo para que no toque la alfombra.
La tienda de bodas de la señora Killegan siempre ha sido la mejor de Portland, pero, también, ha sentido claramente los persistentes efectos de los Incidentes, y las enérgicas me-didas de seguridad implementadas por el gobierno en consecuencia. El dinero es apretado para casi todos, y se nota. Una de las ampolletas está quemada, y la tienda tiene un olor rancio, como si no hubiera sido limpiado recientemente. En una pared, un motivo de moho ha empe-zado a burbujear en el papel pintado, y más temprano noté una gran mancha marrón en uno de los estropeados sofás. La señora Killegan me atrapa mirando y casualmente echó un chal para ocultarlo.
—Realmente luces encantadora, Hana —dice mi madre.
—Gracias —digo. Sé que luzco encantadora. Puede sonar egoísta, pero es la verdad.
Esto, también, ha cambiado desde la cura. Cuando no estaba curada, incluso si la gente me decía siempre que era bonita, nunca me sentía así. Pero después de la cura, una pared apa-reció dentro de mí. Ahora veo que sí, soy bastante simple e indiscutiblemente hermosa.
También ya no me importa.
—Aquí estamos. —La señora Killegan reemerge desde el fondo, sosteniendo varios ves-tidos envueltos en plástico sobre su brazo—. No te preocupes, querida —dice—. Encontrare-mos el vestido perfecto. De eso se trata todo, ¿no?
Arreglo mi rostro en una sonrisa, y la chica bonita en el espejo arregla su rostro conmi-go.
—Por supuesto —digo.
Vestido perfecto. Pareja perfecta. Una perfecta vida de felicidad.
La perfección es una promesa, y la seguridad de que no estamos equivocados.
La tienda de la señora Killegan está en el Puerto Viejo, y mientras emergemos hacia la calle inhalo el aroma familiar a algas secas y madera vieja. El día es brillante, pero el viento es
frío fuera de la bahía. Sólo un par de botes están balanceándose en el agua, mayoritariamente buques pesqueros o plataformas comerciales. Desde la distancia, los amarres de madera salpi-cados lucen como cañas creciendo en el agua.
Las calles están vacías excepto por dos reguladores y Tony, nuestro guarda espaldas. Mis padres decidieron contratar servicio de seguridad justo después de los Incidentes, cuando el padre de Fred Hargrove, el alcalde, fue asesinado, y se decidió que yo dejaría la universidad y me casaría lo antes posible.
Ahora Tony viene a todos lados con nosotros. En sus días libres, envía a su hermano, Rick, como sustituto. Ambos tienen cuellos gruesos y cortos y brillantes cabezas calvas. Nin-guno de los dos habla mucho, y cuando lo hacen, nunca tienen nada interesante que decir.
Ese era uno de mis mayores miedos sobre la cura: que el procedimiento me cambiara de alguna manera, e inhibiera mi habilidad para pensar. Pero es lo contrario. Pienso más claro ahora. De ciertas maneras, incluso siento las cosas más claramente. Solía sentirme con una clase de febrilidad; estaba llena de pánico y ansiedad y deseos compitiendo. Habían noches en que apenas dormía, días en que sentía que mi interior intentaba arrastrarse fuera de mi gar-ganta.
Estaba infectada. Ahora la infección se ha ido.
Tony está inclinado contra el auto. Me pregunto si ha estado en esta posición por las tres horas que estuvimos donde la señora Killegan. Se endereza mientras nos acercamos, y abre la puerta para mi madre.
—Gracias, Tony —dice—. ¿Hubo algún problema?
—No, señora.
—Bien. —Se mete en el asiento de atrás, y me deslizo después de ella. Hemos tenido es-te auto por sólo dos meses, es un remplazo por el que fue destrozado, y un par de días des-pués de que llegó, mi mamá salió de la tienda para encontrar que alguien había escrito la pa-labra CERDO con una llave en la pintura. Secretamente, creo que la verdadera motivación de mi madre para contratar a Tony fue para proteger el auto nuevo.
Después de que Tony cierra la puerta, el mundo exterior a las ventanas tintadas se tiñe de azul oscuro. Enciende la radio y pone el SNN, el Servicio Nacional de Noticias. Las voces de los comentaristas son familiares y tranquilizadoras.
Reclino mi cabeza y observe como el mundo empieza a moverse de nuevo. He vivido en Portland toda mi vida y tengo memorias de casi todas las calles y esquinas. Pero estas, tam-bién, parecen distantes ahora, sumergidas con seguridad en el pasado. Hace una vida solía sentarme en una de esas bancas para picnic con Lena, atrayendo gaviotas con migas de pan. Hablábamos sobre volar. Hablábamos sobre escapar. Era cosa de niños, como creer en unicor-nios y magia.
Nunca pensé que realmente lo haría.
Mi estómago duele. Me doy cuenta que no he comido desde el desayuno. Debo tener hambre.
—Semana ocupada —dice mi madre.
—Sí.
—Y no te olvides, The Post quiere entrevistarte esta tarde.
—No me he olvidado.
—Ahora sólo tenemos que encontrarte un vestido para la inauguración de Fred, y todo estará listo. ¿O decidiste ir con el amarillo que vimos en Lava la semana pasada?
—Aún no estoy segura —digo.
—¿A qué te refieres con que no estás segura? La inauguración es en cinco días Hana. Todos te estarán mirando.
—El amarillo, entonces.
—Por supuesto, no tengo idea de lo que usaré yo.
Pasamos el West End, nuestro viejo vecindario. Históricamente, el West End ha sido ho-gar para muchos de los adinerados en la iglesia y el campo médico: sacerdotes de la Iglesia de Nueva Orden, funcionarios del gobierno, doctores e investigadores en los laboratorios. Por eso no hay duda por qué fue atacada tan fuertemente durante los motines seguidos de los Inciden-tes.
Los motines fueron sofocados rápidamente; todavía hay mucho debate sobre si los mo-tines representaron un movimiento real o si fueron un resultado de furia mal dirigida y las pasiones que estamos intentando tanto erradicar. Aún así, muchas personas sintieron que el West End estaba muy cerca del centro de la ciudad, muy cerca de los vecindarios más proble-máticos, donde los simpatizantes y resistentes se ocultan. Muchas familias, como la nuestra, nos alejamos ahora de la península.
—No te olvides, Hana, debemos habar con el catering en lunes.
—Ya sé, ya sé.
Tomamos Danforth hacia Vaughan, nuestra vieja calle. Me inclino hacia adelante leve-mente, intentando echar un vistazo a nuestra vieja casa, pero el árbol de hoja perenne de los Anderson la oculta casi completamente de mi vista, y lo único que consigo es un flash del te-cho verde a dos aguas.
Nuestra casa, como la de los Anderson continua a esta y la de los Richard al frente, está vacía y probablemente permanecerá así. Aún, no vemos ni un letrero de en venta. Nadie puede
permitirse comprar. Fred dice que el congelamiento económico se mantendrá por al menos un par de años, hasta que las cosas comiencen a estabilizarse. Por ahora, el gobierno necesita reafirmar su control. La gente necesita ser recordada de su lugar.
Me pregunto si los ratones ya están encontrando su camino a mi vieja habitación, de-jando excrementos en el pulido piso de madera, y si las arañas han empezado sus redes en las esquinas. Pronto la casa lucirá como Brooks 37, estéril, casi con apariencia masticada, colap-sando lentamente de podredumbre de termitas.
Otro cambio: puedo pensar en Brooks 37 ahora, y en Lena, y en Alex, sin la sensación es-trangulada.
—Y apuesto que nunca revisaste la lista de invitados que dejé en tu cuarto.
—No he tenido tiempo —digo ausentemente, manteniendo mis ojos sobre el paisaje pa-tinando por nuestra ventana.
Maniobramos por Congreso, y el vecindario cambia rápidamente. Pronto pasamos una de las dos gasolineras de Portland, alrededor de la cual un grupo de reguladores hace guardia, las pistolas apuntando hacia el cielo; luego tiendas de dólares y una lavandería con un desco-lorido toldo naranja; un delicatesen con pinta sucia.
De repente mi madre se inclina adelante, poniendo una mano en la parte trasera del asiento de Tony.
—Enciende esto —dice afiladamente.
Él ajusta el dial del salpicadero. La voz de la radio se hace más fuerte.
—Tras la reciente epidemia en Waterbury, Connecticut…
—Dios —dice mi madre—. No otra más.
—… todos los ciudadanos, particularmente aquellos en los cuadrantes más al sur, han sido fuertemente alentados a evacuar a casas temporales en el vecindario Bethlehem. Bill Audry, jefe de las Fuerzas Especiales, ofreció tranquilidad a los ciudadanos preocupados. “La situación está bajo control,” dijo durante su discurso de siete minutos. “El personal militar municipal y estatal están trabajando juntos para contener la enfermedad y para asegurar que la zona será acordo-nada, limpiada, y desinfectada lo más pronto posible. No hay absolutamente ninguna razón para temer contaminaciones posteriores…
—Es suficiente —dice mi madre abruptamente, volviendo a sentarse—. No puedo escu-char más.
Tony empieza a jugar con la radio. La mayoría de las estaciones son solo estática. El mes pasado, la gran historia fue el descubrimiento del gobierno de longitudes de ondas que habían sido cooptadas por los Inválidos para su uso. Fuimos capaces de interceptar y decodificar va-rios mensajes críticos, lo que llevó a una redada triunfal en chicago, y al arresto de media do-
cena Inválidos clave. Uno de ellos era el responsable de la planificación de la explosión en Wa-shington D.C. el otoño pasado, una explosión que mató a veintisiete personas, incluyendo a una madre y su hijo.
Estaba agradecida cuando los Inválidos fueron ejecutados. Algunas personas se queja-ron que la inyección letal era demasiado humana para terroristas convictos, pero yo pensé que enviaba un mensaje poderoso: nosotros no somos los malos. Somos razonables y compa-sivos. Representamos la justicia, estructura y organización.
Es el otro lado, los no curados, los que traen el caos.
—Es tan repugnante —dice mi madre—. Si empezáramos a bombardear con el primer problema… ¡Tony, ten cuidado!
Tony frena en seco. Los neumáticos chirrían. Ruedo hacia adelante, evitando por poco rajarme la frente en el apoyo para cabezas delante de mí antes de que mi cinturón de seguri-dad me tire hacia atrás. Hay un fuerte golpe. El aire huele a goma quemada.
—Mierda —está diciendo mi madre—. Mierda. En el nombre de Dios, ¿qué…?
—Lo siento, señora, no la vi. Salió de entre los contenedores de basura...
Una chica joven está parada enfrente del auto, sus manos descansando planas sobre el capó. Su pelo tiene forma de tienda de campaña alrededor de su delgada, estrecha cara, y sus ojos están grandes y aterrorizados. Luce vagamente familiar
Tony baja su ventana. El olor a contenedores de basura, hay varios, alineados uno a cada lado del otro, flota dentro del auto, dulce y podrido. Mi madre tose, y ahueca una palma sobre su nariz.
—¿Estás bien? —Grita Tony, estirando su cabeza fuera del vidrio.
La chica no responde. Está jadeando, prácticamente hiperventilada. Sus ojos patinan por Tony a mi madre en el asiento trasero, y luego a mí. Un sobresalto corre a través de mí.
Jenny. La prima de Lena. No la he visto desde el verano pasado, y está mucho más del-gada. Luce mayor, también. Pero es ella sin lugar a dudas. Reconozco la llamarada de su nariz, su orgullosa y mordaz barbilla, y sus ojos.
Ella me reconoce, también. Puedo notarlo. Antes de que pueda decir nada, quita sus ma-nos de encima del capó del auto y se precipita por la calle. Está usando una vieja mochila man-chada de tinta que reconozco como una heredada de Lena. A través de uno de sus bolsillos dos nombres están coloreados en burbujeantes letras negras: el de Lena, y el mío. Lo escribimos sobre su mochila en séptimo grado, cuando estábamos aburridas en clase. Ese fue el día en que por primera vez se nos ocurrió nuestra pequeña palabra en código, nuestro grito de áni-mo, que luego nos decíamos en voz alta en juntas nacionales de Cross. Halena. Una combina-ción de ambos nombres.
—Por el amor de Dios. Uno pensaría que esa chica es lo suficientemente grande para saber que no hay que lanzarse enfrente del tráfico. Casi me da un ataque cardíaco.
—La conozco —digo automáticamente. No puedo quitar la imagen de los grandes y os-curo ojos de Jenny, su pálido rostro esquelético.
—¿A qué te refieres con que la conoces? —Mi madre se vuelve hacia mí.
Cierro mis ojos e intento pensar en cosas pacíficas. La bahía. Gaviotas revoloteando en el cielo. Ríos de impeccable tela blanca. Pero en vez veo los ojos de Jenny, los filosos ángulos de sus mejillas y su mentón.
—Su nombre es Jenny —digo—. Es la prima de Lena…
—Cuida tu boca —me corta mamá bruscamente. Me doy cuenta, demasiado tarde, que no debería haber dicho nada. El nombre de Lena es peor que una maldición en nuestra familia.
Por años, mamá estaba orgullosa de mi amistad con Lena. Lo veía como un testamento de su liberalismo. No juzgamos a la chica por su familia, le diría a los invitados que lo trajeran a colación. La enfermedad no es genética; eso es una idea vieja.
Ella se lo tomó casi como un insulto personal cuando Lena contrajo la enfermedad y se las arregló para escapar antes de poder ser tratada, como si Lena lo hiciera deliberadamente para hacerla lucir estúpida.
Todos estos años que la dejamos entrar en nuestra casa, diría de la nada, en los días si-guientes al escape de Lena.
—Se veía delgada —digo.
—A casa, Tony. —Mi mamá inclina su cabeza contra el reposa cabezas y cierra sus ojos, y sé que la conversación ha terminado.

2 comentarios:

  1. OMG! llevaba por dias buscando adelantos de requiem y me encuentro con esta maravilla! pobre Alex! lo que habra tenido que pasar... espero que al final acabe con lena -.-

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